Publica "Clarín":
Las colas rodean al mercado como los
tentáculos al pulpo: largas, retorcidas, dando la vuelta. Es gente que
se acercó por la madrugada a comprar algo para comer. “Algo” es un
paquete de arroz o uno de harina o leche, azúcar. Son casi las nueve de
la mañana y afuera del Mercado de Catia, en el oeste de Caracas, el sol
está en todos lados: sobre los pollitos teñidos de fucsia que pían en
una caja de cartón y cuestan monedas, sobre las papas que alguien tomó
de la basura, limpió un poco y ahora vende en la vereda; un sol que
rebota en las faldas blancas de las santeras.
Una mujer –las cejas
dibujadas, los labios carmín– espera en la fila desde las cuatro de la
mañana. La numeraron apenas llegó. En una mano, con un trazo de fibrón
indeleble, lleva el 160 y en la otra, con birome, el 128. Eso indica, al
menos, tres cosas: que delante suyo hay un centenar de personas, que
hará dos filas en simultáneo y que debe estar atenta para que nadie se
cuele. Lo que no sabe es qué podrá llevarse.
“Lo que me den, chama,
no tengo nada para comer. Hace como un mes comí plátano, pero ya no
como más proteína. Las criaturas se desmayan en la escuela, a nosotros
nos da mareo. Uno está aquí, espera, pero eso no garantiza que podamos
comprar. Vemos llegar a los camiones pero los productos desaparecen.
Dejamos de compartir la comida y de hacer trueque en el trabajo. Ya uno
se queda con lo que tiene, lo cuida, lo estira. No se aguanta más esto”,
dice.
El Mercado de Catia conserva su fachada original: arcadas
de color bordó sobre un frente rosado, y grandes ventanales enrejados y
cubiertos por unos plásticos que recuerdan que éste es un monumento
histórico nacional. Adentro hay 260 puestos distribuidos en diez
pasillos pero salvo el puñado de vendedores nadie camina por ahí. Este
es uno de los lugares donde el Gobierno Bolivariano de Venezuela
distribuye alimentos básicos a precios “regulados”, es decir, baratos.
Una semana atrás, el 31 de mayo, hubo aquí un intento de saqueo. Hacia
el mediodía, los feriantes avisaron que ya habían vendido toda la
mercadería y las colas se desordenaron. Quemaron basura, hubo gritos y
corridas. En los locales aledaños bajaron las persianas. La Guardia y la
Policía Nacional llegaron de inmediato, a los balazos.
Nadie logró
llevarse algo del mercado: era cierto que nada quedaba. Pero esta mañana
no hay agentes que custodien los ingresos. Son horas de paciencia. En
la cola, sentado sobre el escalón que se separa la vereda de la pared
del mercado, un hombre dormita con la cabeza apoyada en su bastón. El
aire huele a sudor de una noche entera.
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