Publica "El Diario.es":
A sus 41 años, Ramón Niño es uno de esos hombres fuertes, elegantes e
hiperactivos, vocales, extrovertidos, articulados que viven al teléfono y
hablan rápido y alto. Que navegan por cualquier tormenta y resuelven.
Es maestro de obra y está comenzando la reforma de una vivienda en un
barrio de clase media del oeste de Caracas. Hoy necesita al menos 40
sacos de cemento. Se pone el casco, se arma de paciencia y sale en moto a
buscarlo.
Se detiene en un almacén que ya conoce. Ni se baja de la moto para preguntar.
- ¿Qué te ha dicho aquel amigo del cemento?
- "Que no hay, que en unos días".
- "¿A cuanto está?".
- "En 28 o 30 pero no hay" (28.000 o 30.000 bolívares).
- "Con dolor de corazón tendré que ir a pagar 46 (46.000) en un almacén donde sí tienen", se despide.
28.000 bolívares por saco es el precio legal, el autorizado por el
Gobierno. Pero a ese precio Ramón no encuentra cemento con el que
comenzar el encargo que le han hecho. No trabajar significa no cobrar y
no poder pagar, retrasarlo todo, perder otros trabajos. O que los dos
empleados que tiene con él no trabajen y no cobren y pierdan otros
trabajos. Pero, como el resto de los venezolanos, sabe también que
conseguirá lo que busca. Que es cuestión de perder más tiempo y más
dinero buscándolo. De activar el laberíntico quebradero de cabeza sobre
el que se sostiene la supervivencia diaria del caraqueño y de ganar en
este proyecto algo menos de lo que ganó en el anterior. Asume que
comprará la mitad del cemento que necesita al precio de mercado negro de
hoy, el de 46.000, y encargará el resto a 28.000 para dentro de unos
días.
En el segundo almacén la escena es un poco más complicada. O exitosa,
en función de cómo se mire. ¿Hay cemento? Vuelve a preguntar. No, no
hay, le dice quien recibe. Cuando se va a ir, sin darle tiempo a
despedirse, desde una especie de patio interior donde trabajan varios
hombres metiendo grava en un saco, alguien le chista y le llama con
apenas un gesto de cabeza.
- “A 30 y pico te lo podemos dejar, para dentro de unos días”.
Es decir, que no hay, pero si se paga un poco más, se consigue. A Ramón
no le sirve. Necesita algo ya. En el tercero se repite la escena. Y en
el cuarto. Se lo sabe.
Resignado se dirige al quinto. Dispuesto a pagar los 46 y con un contacto allí que le permite confíarse en algún arreglo.
Hace días que en Caracas no hay tráfico. Que la circulación fluye. Que
no hay marchas ni protestas y las colas en las esquinas, habituales y
que ya se remontan a meses, se han mimetizado hasta el punto de no
llamar la atención –normalidad estadística, que no ética ni política–
así que aprovecha para detenerse a tomar un marrón, un pequeño café en
la pastelería al tiempo que compra pan. Hay pizza y pasteles. Pero
decide no golosear demasiado. Azúcar sólo con el café.
- “¿Y el azúcar, amigo?”, pregunta a quien atiende.
- “Pídalo en la caja”, le responde.
En la caja le dan un sobre. Uno solo. “Antes la gente se vaciaba el
azucarero para llevárselo a la casa por lo caro que estaba”, explica
entre risas. Porque sigue riendo. "Que me ría no me lo van a quitar".
Entra al supermercado que hay sobre la panadería. A la Central
Madeirense. Es el barrio El Marqués, al este de la capital. Los
anaqueles llenos. Extrañamente llenos. Hay dos estantes llenos de
lavavajillas, otros dos de pan de molde. Muchísimos cereales. Coca Cola y
alcohol a espuertas. No hay nada más triste que un supermercado vacío.
Ni más extraño que llenarlo de sodas para matar los vacíos y las
preguntas. Aunque no engañe a nadie. Porque no tienen arroz ni pasta.
Carne y pollo, sí. El surtido de frutas y verduras es amplio. Y hay
toallitas higiénicas y detergente. El problema es lo que valen.
Ramón va comprobando precios para llamar a su mujer y preguntarle qué
tiene que llevarse. En este supermercado la gente camina muy despacio.
Se detiene. Comprueba mucho los precios de lo poco que hay. Y se va,
resignada, con una bandeja de queso y un paquete de pan. Dos yogures,
quizás. El pollo a 20.000 el kilo y la carne a 23.000. La leche a 3.700
el litro, la lechuga a 3.800 y el pan de molde a 8.800 el paquete.
Ramón explica que sus empleados ganan 20.000 al día, lo que vale un
kilo de pollo. Que una señora que trabaje en una casa puede ganar, con
mucha suerte, lo mismo pero en general, menos, alrededor de 15.000.
Quiere evidenciar lo difícil que les resulta hacer la compra,
alimentarse de manera equilibrada. No es imposible, dice una y otra vez.
Es muy complicado. Todo es cuestión de tiempo y esfuerzo. Eso, al que
le queden, al que pueda invertirle a esto, a lo complicado que resulta
hacer la compra detrayendo el tiempo de algo más complicado aún:
trabajar para ganar el dinero que permite venir aquí. Después de pagar
por un paquete de detergente, lo único que necesitaba hoy, se detiene a
hablar con el propietario de un pequeño taller mecánico que acaba de
comprar carne.
De 61 años, Rubén Piedad dice que si come es porque reciben la bolsa.
Una serie de productos básicos a precio subvencionado por el Estado.
“Tengo un mes que no sé lo que es tener en la cuenta 30.000 bolos
(bolívares)” explica Ramón. Además, debido a las protestas de los
últimos meses ha tenido que cerrar, dice que por miedo unos días, otros
porque no llegaba ningún cliente, y otros porque hace mucho que no tiene
manera de conseguir repuestos con los que reparar.
Se despiden, no sin comentar que acaban de reducir el dinero del que se
puede disponer en efectivo en un banco. Eran 30.000 al día. A partir de
hoy, 20.000. Lo que vale el kilo de pollo. Ramón cuenta, de regreso en
la moto, que su mayor miedo, cuando ve cómo cada vez se limita más la
disposición de efectivo, es un corralito, la quiebra del sistema
bancario. No está en su mano hacer nada al respecto más que esperar.
Llega al quinto mercado. Deja el casco en el locker.
El guardia le dice, en broma: "El pan déjamelo a mí, que te lo guardo
aquí" y se toca la barriga. Así son las bromas hoy en Caracas.
Como esperaba, tienen cemento. Lo tienen para hoy. Pero a 46, casi al
doble del precio legal. Hablan rápido, el vendedor sale, hace una
llamada y regresa con buenas y discretas noticias. Mientras tanto, Ramón
no deja de frotarse las manos. Muestra su vitiligo, esa falta de
pigmentación en la piel. Dice que de puro nervio. Del estrés que le
consume. Al fin regresa el vendedor. Esto es Venezuela y aquí todo es
muy relativo y negociable. Se lo va a dejar a 37.000 y lo tiene para
hoy. Los 40 sacos. Pero con el porte aparte. Son 9.000 por encima del
precio oficial y 10.000 por debajo del que se pide en todas partes.
-¿Y por cuánto me lo pones allí?".
-"Por 70.000".
-"Pero si la última vez que vine, hace tres meses, estaba a 15.000".
Es mejor callar. La subasta no ha salido tan mal. La diferencia de
precio entre lo que le pedían y lo que ha conseguido es un salario
mensual. Son 360.000 por encima del precio legal, 400.000 por debajo del
de mercado. Ha perdido una mañana. Pero regresa a la obra satisfecho.
Pueden empezar a trabajar.
A Ramón Niño no le gusta hablar de política. No le gusta el Gobierno.
Se extiende, incómodo, en el control, duro, injusto, amenazante a veces,
que ejercen los comités en los barrios. Siente mucha incertidumbre. Y
cree que, más que enfado, ya hay costumbre, tristeza y resignación ante
la desaparición definitiva de lo que fueron algún día sus vidas. Habla
de cómo han pasado de tres comidas diarias a dos. De dos cafés a uno. De
que la gente está cansada, cabizbaja, de que la Asamblea Constituyente
ha terminado con el ciclo de protestas. De que ahora nadie sabe qué
esperar. De miedo. De cuánto tiempo va a tardar en estallar la calle
otra vez. Del Caracazo que vivió de niño, de cuanto se recuerda eso en
su barrio. De los cientos de muertos de antes y de los de ahora.
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