Publica "The New York Times":
La fila rodeaba una manzana en el barrio de El Raval. Comenzaba en la puerta del Institut Miquel Tarradell y formaba un cuadrado perfecto doblando las esquinas, que daba sentido a la consigna que se coreaba a toda voz: Els carrers seran sempre nostres, las calles serán siempre nuestras.
De pie frente al instituto, Leduin Placencia —alto, mulato, de pelo corto rizado y gesto serio— observaba con atención a los votantes, a los turistas curiosos y a un par de Mossos d’Esquadra, los miembros de la policía local catalana. Leduin tiene 23 años y vive en Barcelona desde los 6. Su madre vino de República Dominicana y, gracias al derecho a la reagrupación familiar contemplado en la Ley de Extranjería española, él pudo alcanzarla después.
“Yo llegué como español, pero soy catalán”, dijo.
Con una voz profunda de musicalidad caribeña, pero que pronuncia la ce y la zeta, Leduin explicó en español que había aprendido el idioma de Cataluña, que le interesa su cultura y que todo lo que es suyo está aquí; no en Madrid, no en su país de origen.
Cuando Leduin y sus amigos hablan de la independencia como una posibilidad, uno de los temas que tocan es qué pasará con gente como él, cuya familia vino a España y cuyo permiso de residencia ha sido emitido por el Estado español. Su familia llegó a Barcelona en esa “oleada” que arribó entre 2000 y 2004 procedente de países latinoamericanos, cuando el gobierno español no les exigía visa de ingreso al país. Muchos de estos migrantes pudieron regularizar su estatus migratorio y obtener la ciudadanía en un periodo de tres años.
Una historia diferente ha sido la de quienes vienen de países africanos como Marruecos, cuya migración hacia España inició antes y ha sido más numerosa (hay unos 750.000 inmigrantes marroquíes en España a la fecha). Para quienes no vienen de países latinoamericanos, el proceso entre la regularización del estatus migratorio y la solicitud de la nacionalidad española requiere de por lo menos diez años.
A pesar de la diferencia de criterios en el trato a las distintas comunidades inmigrantes y de los cambios a la legislación migratoria durante los últimos quince años —al menos once ajustes, en la mayoría de las ocasiones para endurecer la ley—, España sigue siendo un destino migratorio conveniente para quienes provienen de América Latina por la facilidad de lograr la reunificación familiar (cosa prácticamente imposible en el caso de, por ejemplo, Estados Unidos).
En la región catalana en particular, se suma un elemento adicional: tras el endurecimiento de las leyes migratorias españolas en 2012 respecto del acceso a servicios públicos para inmigrantes indocumentados, el gobierno de Cataluña anunció que esta población seguiría contando con acceso al servicio sanitario autonómico. Otros servicios, como la publicación de la información de gobierno en ocho idiomas diferentes y las clases de español y catalán sin costo para recién llegados, favorecen la inserción de los nouvinguts en el aparato productivo y el tejido social.
Aun así, la situación de los migrantes está lejos de ser la ideal: junto con los jóvenes marroquíes o ecuatorianos que logran acceder a la educación superior o a buenos puestos de trabajo, conviven los chicos de países subsaharianos que se ganan la vida como “manteros”, vendedores ambulantes que con la aparición de la policía hábilmente recogen su mercancía y echan a correr.
Leduin Placencia dice que, a pesar de contar con un estatus migratorio regular desde que llegó, en momentos de dificultad económica también ha recurrido a uno de estos empleos informales para ganar dinero. De todos modos, asegura, la vida que ha tenido en Barcelona está muy lejos de lo que habría sido su realidad en su Dominicana natal.
Esta percepción es común entre los migrantes en España y, en general, en muchos países receptores: por muy difíciles que sean las cosas, son mejores que en el país de origen, así que la mayoría están seguros de que no desean volver. Pero en el contexto del referéndum, es incierto qué pasará con ellos en caso de una declaración de independencia de Cataluña: no están seguros de que los documentos emitidos por el Estado español conserven su validez y condiciones bajo una República Catalana.
“Lo que sabemos ahora es que quienes tienen la nacionalidad española o quienes habían iniciado el trámite para solicitarla no tendrán problema”, explica Aldo Salgado, dirigente de la comunidad hondureña en Barcelona. “En el caso de quienes no la han presentado, existe un vacío de información porque no podremos saber nada hasta que se legisle al respecto”.
Salgado dice que, en su percepción, “los migrantes más jóvenes y los que llevan más tiempo aquí están por la independencia, pero mucha gente apoya la unidad de España pensando en su situación personal, en cómo quedarían legalmente después de una declaración de independencia, porque por el momento definir eso no ha sido una prioridad”.
Iker Casellas, un joven catalán que ha sido amigo de Leduin desde la infancia, lo tiene bien claro: “Si se logra la independencia yo no te voy a echar de mi país; llevas aquí viviendo más de quince años, tu madre lleva viviendo lo mismo, pagando la seguridad social, cotizando. ¿Cómo te voy a pedir que te marches de un país que tú me has ayudado a hacer posible?”.
De pie frente al instituto, Leduin Placencia —alto, mulato, de pelo corto rizado y gesto serio— observaba con atención a los votantes, a los turistas curiosos y a un par de Mossos d’Esquadra, los miembros de la policía local catalana. Leduin tiene 23 años y vive en Barcelona desde los 6. Su madre vino de República Dominicana y, gracias al derecho a la reagrupación familiar contemplado en la Ley de Extranjería española, él pudo alcanzarla después.
“Yo llegué como español, pero soy catalán”, dijo.
Con una voz profunda de musicalidad caribeña, pero que pronuncia la ce y la zeta, Leduin explicó en español que había aprendido el idioma de Cataluña, que le interesa su cultura y que todo lo que es suyo está aquí; no en Madrid, no en su país de origen.
Cuando Leduin y sus amigos hablan de la independencia como una posibilidad, uno de los temas que tocan es qué pasará con gente como él, cuya familia vino a España y cuyo permiso de residencia ha sido emitido por el Estado español. Su familia llegó a Barcelona en esa “oleada” que arribó entre 2000 y 2004 procedente de países latinoamericanos, cuando el gobierno español no les exigía visa de ingreso al país. Muchos de estos migrantes pudieron regularizar su estatus migratorio y obtener la ciudadanía en un periodo de tres años.
Una historia diferente ha sido la de quienes vienen de países africanos como Marruecos, cuya migración hacia España inició antes y ha sido más numerosa (hay unos 750.000 inmigrantes marroquíes en España a la fecha). Para quienes no vienen de países latinoamericanos, el proceso entre la regularización del estatus migratorio y la solicitud de la nacionalidad española requiere de por lo menos diez años.
A pesar de la diferencia de criterios en el trato a las distintas comunidades inmigrantes y de los cambios a la legislación migratoria durante los últimos quince años —al menos once ajustes, en la mayoría de las ocasiones para endurecer la ley—, España sigue siendo un destino migratorio conveniente para quienes provienen de América Latina por la facilidad de lograr la reunificación familiar (cosa prácticamente imposible en el caso de, por ejemplo, Estados Unidos).
En la región catalana en particular, se suma un elemento adicional: tras el endurecimiento de las leyes migratorias españolas en 2012 respecto del acceso a servicios públicos para inmigrantes indocumentados, el gobierno de Cataluña anunció que esta población seguiría contando con acceso al servicio sanitario autonómico. Otros servicios, como la publicación de la información de gobierno en ocho idiomas diferentes y las clases de español y catalán sin costo para recién llegados, favorecen la inserción de los nouvinguts en el aparato productivo y el tejido social.
Aun así, la situación de los migrantes está lejos de ser la ideal: junto con los jóvenes marroquíes o ecuatorianos que logran acceder a la educación superior o a buenos puestos de trabajo, conviven los chicos de países subsaharianos que se ganan la vida como “manteros”, vendedores ambulantes que con la aparición de la policía hábilmente recogen su mercancía y echan a correr.
Leduin Placencia dice que, a pesar de contar con un estatus migratorio regular desde que llegó, en momentos de dificultad económica también ha recurrido a uno de estos empleos informales para ganar dinero. De todos modos, asegura, la vida que ha tenido en Barcelona está muy lejos de lo que habría sido su realidad en su Dominicana natal.
Esta percepción es común entre los migrantes en España y, en general, en muchos países receptores: por muy difíciles que sean las cosas, son mejores que en el país de origen, así que la mayoría están seguros de que no desean volver. Pero en el contexto del referéndum, es incierto qué pasará con ellos en caso de una declaración de independencia de Cataluña: no están seguros de que los documentos emitidos por el Estado español conserven su validez y condiciones bajo una República Catalana.
“Lo que sabemos ahora es que quienes tienen la nacionalidad española o quienes habían iniciado el trámite para solicitarla no tendrán problema”, explica Aldo Salgado, dirigente de la comunidad hondureña en Barcelona. “En el caso de quienes no la han presentado, existe un vacío de información porque no podremos saber nada hasta que se legisle al respecto”.
Salgado dice que, en su percepción, “los migrantes más jóvenes y los que llevan más tiempo aquí están por la independencia, pero mucha gente apoya la unidad de España pensando en su situación personal, en cómo quedarían legalmente después de una declaración de independencia, porque por el momento definir eso no ha sido una prioridad”.
Iker Casellas, un joven catalán que ha sido amigo de Leduin desde la infancia, lo tiene bien claro: “Si se logra la independencia yo no te voy a echar de mi país; llevas aquí viviendo más de quince años, tu madre lleva viviendo lo mismo, pagando la seguridad social, cotizando. ¿Cómo te voy a pedir que te marches de un país que tú me has ayudado a hacer posible?”.
Los que vinieron de afuera
Hasta hace poco tiempo, en Cataluña, la palabra “inmigrante” solía utilizarse para definir a quienes habían llegado de otras regiones de España. Todavía hoy, cuando uno pregunta por los inmigrantes, hay quien piensa en quienes vinieron de Murcia, Extremadura o Andalucía durante los años sesenta y setenta, atraídos por la oportunidad de empleo en las industrias textil, metalúrgica y química de Cataluña.
La noción de que existe la inmigración extranjera como un fenómeno relevante ha tardado en arraigar en la sociedad catalana, y en general en toda España, a pesar de que más del 13 por ciento de quienes viven en este país son inmigrantes, solo un punto por debajo del 14 por ciento de Estados Unidos. En el caso de Cataluña como región, el porcentaje de habitantes que nacieron en otro país actualmente supera al 14 por ciento; Barcelona, la ciudad más importante, está en 17 por ciento.
Este incremento tuvo lugar durante los primeros años del siglo XXI, con la llegada de un gran número de inmigrantes de países latinoamericanos y africanos. Cataluña pasó de tener cuatro por ciento de población inmigrante extranjera en 2001, a 16 por ciento en 2011, según el Instituto de Estadística de la Generalitat de Catalunya.
Las razones para ello pueden ser económicas y laborales, pero también juegan un rol fundamental las políticas de acogida de la región: una sociedad que en general acepta la diversidad racial y lingüística —incluso la que involucra al español y al catalán; en las escuelas, bajo el programa de inmersión lingüística, se enseñan ambos de manera reglamentaria—, y los servicios universales garantizados por el govern sin importar el estatus migratorio de la persona.
Rubén Padilla es historiador, tiene 33 años y es hijo de padre andaluz; pero asegura que en esto de ser catalán los orígenes familiares no tienen nada que ver. Igual hay personas que han llegado de Marruecos o de Ecuador y que se sienten catalanas.
“Acá nadie te va a hacer un estudio de ADN para ver qué tan catalán eres; yo, como buen nacionalista, tengo padres de Extremadura o de Andalucía”, dice riendo, con ese tono sarcástico que a veces parece inherente al ADN catalán.
“Los orígenes de tus padres no tienen nada que ver con cómo te crías aquí. Mi madre es catalana, pero mi padre es de Almería y vino aquí en una época en la que no te podías educar en catalán”, explica, refiriéndose a la prohibición del uso del idioma durante la dictadura de Franco. “Bueno, pues su hijo es independentista”.
Rubén explica este bagaje como un ejemplo de lo que ocurre en muchas familias. La identidad catalana es algo que se ha construido a base de resistir la prohibición: la de bailar sardanas, la danza tradicional de Cataluña, o la de registrar a los hijos con nombres en catalán, porque hasta antes de la transición en los años setenta, los Joan estaban registrados como Juan, y los Pere como Pedro.
Pero también se ha construido a base de convivir con catalanes, de ser parte de su tejido social.
La supervivencia de los rasgos de la cultura catalana en torno a los cuales hoy se construye una nación han sido calificados con frecuencia de nacionalismo, e incluso en algunos casos de adoctrinamiento. En mayo de este año, por ejemplo, justo cuando el tema del referéndum empezaba a encender, un sindicato de profesores realizó un estudio comparativo de libros de texto de quinto y sexto de primaria distribuidos en las escuelas de Cataluña. Su conclusión, publicada en un informe, fue que en los textos se hacían “planteamientos ideológicos partidistas” y “tendenciosos” por la inclusión detallada de la historia y estructura de la comunidad autónoma, y por la aparición de Cataluña como región en un mapa de la Unión Europea, sin especificar que forma parte de España.
Para Rubén Padilla la idea no es tan compleja: ser catalán es mucho más sencillo, dice, más orgánico.
—¿Por qué debería amar a España por encima de Cataluña? El nacionalismo catalán no te obliga a escoger entre unos y otros, catalán es el que quiere; yo más bien siento que el nacionalismo español es el que nos ha obligado a escoger. Pero yo no lo permito. Las expresiones artísticas, por ejemplo, no las hacen los nacionalismos, sino los pueblos. Cuando mi padre oye una jota, llora, y yo lloro con él.
Hasta hace poco tiempo, en Cataluña, la palabra “inmigrante” solía utilizarse para definir a quienes habían llegado de otras regiones de España. Todavía hoy, cuando uno pregunta por los inmigrantes, hay quien piensa en quienes vinieron de Murcia, Extremadura o Andalucía durante los años sesenta y setenta, atraídos por la oportunidad de empleo en las industrias textil, metalúrgica y química de Cataluña.
La noción de que existe la inmigración extranjera como un fenómeno relevante ha tardado en arraigar en la sociedad catalana, y en general en toda España, a pesar de que más del 13 por ciento de quienes viven en este país son inmigrantes, solo un punto por debajo del 14 por ciento de Estados Unidos. En el caso de Cataluña como región, el porcentaje de habitantes que nacieron en otro país actualmente supera al 14 por ciento; Barcelona, la ciudad más importante, está en 17 por ciento.
Este incremento tuvo lugar durante los primeros años del siglo XXI, con la llegada de un gran número de inmigrantes de países latinoamericanos y africanos. Cataluña pasó de tener cuatro por ciento de población inmigrante extranjera en 2001, a 16 por ciento en 2011, según el Instituto de Estadística de la Generalitat de Catalunya.
Las razones para ello pueden ser económicas y laborales, pero también juegan un rol fundamental las políticas de acogida de la región: una sociedad que en general acepta la diversidad racial y lingüística —incluso la que involucra al español y al catalán; en las escuelas, bajo el programa de inmersión lingüística, se enseñan ambos de manera reglamentaria—, y los servicios universales garantizados por el govern sin importar el estatus migratorio de la persona.
Rubén Padilla es historiador, tiene 33 años y es hijo de padre andaluz; pero asegura que en esto de ser catalán los orígenes familiares no tienen nada que ver. Igual hay personas que han llegado de Marruecos o de Ecuador y que se sienten catalanas.
“Acá nadie te va a hacer un estudio de ADN para ver qué tan catalán eres; yo, como buen nacionalista, tengo padres de Extremadura o de Andalucía”, dice riendo, con ese tono sarcástico que a veces parece inherente al ADN catalán.
“Los orígenes de tus padres no tienen nada que ver con cómo te crías aquí. Mi madre es catalana, pero mi padre es de Almería y vino aquí en una época en la que no te podías educar en catalán”, explica, refiriéndose a la prohibición del uso del idioma durante la dictadura de Franco. “Bueno, pues su hijo es independentista”.
Rubén explica este bagaje como un ejemplo de lo que ocurre en muchas familias. La identidad catalana es algo que se ha construido a base de resistir la prohibición: la de bailar sardanas, la danza tradicional de Cataluña, o la de registrar a los hijos con nombres en catalán, porque hasta antes de la transición en los años setenta, los Joan estaban registrados como Juan, y los Pere como Pedro.
Pero también se ha construido a base de convivir con catalanes, de ser parte de su tejido social.
La supervivencia de los rasgos de la cultura catalana en torno a los cuales hoy se construye una nación han sido calificados con frecuencia de nacionalismo, e incluso en algunos casos de adoctrinamiento. En mayo de este año, por ejemplo, justo cuando el tema del referéndum empezaba a encender, un sindicato de profesores realizó un estudio comparativo de libros de texto de quinto y sexto de primaria distribuidos en las escuelas de Cataluña. Su conclusión, publicada en un informe, fue que en los textos se hacían “planteamientos ideológicos partidistas” y “tendenciosos” por la inclusión detallada de la historia y estructura de la comunidad autónoma, y por la aparición de Cataluña como región en un mapa de la Unión Europea, sin especificar que forma parte de España.
Para Rubén Padilla la idea no es tan compleja: ser catalán es mucho más sencillo, dice, más orgánico.
—¿Por qué debería amar a España por encima de Cataluña? El nacionalismo catalán no te obliga a escoger entre unos y otros, catalán es el que quiere; yo más bien siento que el nacionalismo español es el que nos ha obligado a escoger. Pero yo no lo permito. Las expresiones artísticas, por ejemplo, no las hacen los nacionalismos, sino los pueblos. Cuando mi padre oye una jota, llora, y yo lloro con él.
El arte no tiene patria. ¿O acaso El Guernica le gusta solo a los republicanos?
Para Padilla, el sentimiento anticatalán, que sí existe en el país, es una idea que se ha impulsado en España porque es electoralmente rentable.
Para Padilla, el sentimiento anticatalán, que sí existe en el país, es una idea que se ha impulsado en España porque es electoralmente rentable.
Los que no se quieren ir
Ada Colau y Carles Puigdemont, alcaldesa ella y presidente de la comunidad autónoma catalana él, suelen tener diferencias ideológicas importantes; pero en estos días de Policía Nacional contra Mossos, su discurso se ha unificado. El rechazo de ambos a la represión está representado por una pancarta con la leyenda “Més democràcia” que pende del edificio del Ajuntament, y que fue rasgada por manifestantes antiindependentistas la noche previa al 1-O.
Rose Gamit tiene 30 años. De rostro alegre y sonrisa enorme, parece la chica perfecta para atender la pequeña tienda que se encuentra junto al Palau de la Generalitat. Ahí se detienen los turistas a comprar joyería y souvenirs, y la chica hace que cada pieza que les muestra parezca especial.
A Rose le gusta Barcelona; ella y sus padres llegaron de Filipinas a España en 2001. En la escuela aprendió catalán y en el barrio, con sus vecinos latinoamericanos, aprendió español. Hoy habla mejor el segundo idioma, pero escribe mejor el primero. Dice que respeta las costumbres y la ideología catalanas, pero no le gusta salir a los pueblos: siente que cada vez que habla con alguien ahí, la intentan convencer de que Cataluña es mejor que cualquier otro lugar de España.
“Yo veo que todo son promesas, que no hay garantías. Si nos separamos, ¿cómo vamos a sobrevivir, a manejar los recursos?”, dice con acento catalán. “Yo quiero seguir viviendo en Barcelona y me gusta ser española. Es verdad que Cataluña es turístico y tal, pero al final los ricos siempre defienden sus intereses y nosotros, creo, quedaremos igual”.
En casa de Rose, la familia que vino con la esperanza de convertirse en española se encuentra dividida: el padre se opone a la independencia y la madre está a favor. Para Rose, estos fenómenos siempre terminan dividiendo a la gente. En Filipinas, su país, el Frente Moro Islámico de Liberación (FMIL) luchó por años por la independencia de la región de Mindanao y dejó una honda herida social. Rose no quiere vivir en otro país dividido y por eso no fue a votar. Eso sí, las noticias de la represión ocurrida durante el día del referéndum le cayeron mal.
“No quiero que Cataluña se separe de España, pero tampoco estoy de acuerdo con que la policía lo impida a golpes. Que los dejen votar y hacer las cuentas de los votos. Eso no le hace daño a nadie”.
Ada Colau y Carles Puigdemont, alcaldesa ella y presidente de la comunidad autónoma catalana él, suelen tener diferencias ideológicas importantes; pero en estos días de Policía Nacional contra Mossos, su discurso se ha unificado. El rechazo de ambos a la represión está representado por una pancarta con la leyenda “Més democràcia” que pende del edificio del Ajuntament, y que fue rasgada por manifestantes antiindependentistas la noche previa al 1-O.
Rose Gamit tiene 30 años. De rostro alegre y sonrisa enorme, parece la chica perfecta para atender la pequeña tienda que se encuentra junto al Palau de la Generalitat. Ahí se detienen los turistas a comprar joyería y souvenirs, y la chica hace que cada pieza que les muestra parezca especial.
A Rose le gusta Barcelona; ella y sus padres llegaron de Filipinas a España en 2001. En la escuela aprendió catalán y en el barrio, con sus vecinos latinoamericanos, aprendió español. Hoy habla mejor el segundo idioma, pero escribe mejor el primero. Dice que respeta las costumbres y la ideología catalanas, pero no le gusta salir a los pueblos: siente que cada vez que habla con alguien ahí, la intentan convencer de que Cataluña es mejor que cualquier otro lugar de España.
“Yo veo que todo son promesas, que no hay garantías. Si nos separamos, ¿cómo vamos a sobrevivir, a manejar los recursos?”, dice con acento catalán. “Yo quiero seguir viviendo en Barcelona y me gusta ser española. Es verdad que Cataluña es turístico y tal, pero al final los ricos siempre defienden sus intereses y nosotros, creo, quedaremos igual”.
En casa de Rose, la familia que vino con la esperanza de convertirse en española se encuentra dividida: el padre se opone a la independencia y la madre está a favor. Para Rose, estos fenómenos siempre terminan dividiendo a la gente. En Filipinas, su país, el Frente Moro Islámico de Liberación (FMIL) luchó por años por la independencia de la región de Mindanao y dejó una honda herida social. Rose no quiere vivir en otro país dividido y por eso no fue a votar. Eso sí, las noticias de la represión ocurrida durante el día del referéndum le cayeron mal.
“No quiero que Cataluña se separe de España, pero tampoco estoy de acuerdo con que la policía lo impida a golpes. Que los dejen votar y hacer las cuentas de los votos. Eso no le hace daño a nadie”.
Los que se quieren quedar
El martes 3 de octubre, en medio de la algarabía revuelta de las calles a causa del paro general convocado por organizaciones independentistas, caminaba Liliana Aragón, inmigrante mexicana de 41 años, un marido, tres hijos, dos maestrías y un doctorado en marcha.
Liliana habla catalán y le gusta Barcelona: llegó y se sintió en casa. Descubrió que este es el sitio en el que quiere que crezcan sus hijos. Hace unos días fue a recoger a una de las niñas a la casa de una amiga; a las diez de la noche, las dos venían caminando por la calle. Liliana está consciente de que hay muy pocas ciudades en el mundo en las que una mujer y una niña pueden hacer eso con tranquilidad, y sabe que si volviera a Chihuahua, de donde es originaria, no podría hacerlo.
Ella no puede votar, pero si hubiera tenido la oportunidad, no sabe qué habría hecho, dice. Por una parte, tanto el gobierno español como el grupo político que encabeza el independentismo catalán han sido objeto de acusaciones de corrupción y manejos políticos en los años recientes; todo este asunto de la independencia ha servido como distractor. Por otro, aunque en semanas pasadas el Parlamento Catalán publicó una Ley de Transición que establece el marco legal en el que operaría el nuevo país mientras se crea una Constitución, hay aspectos que no quedan del todo claros, incluido lo que ocurriría con migrantes como Liliana, que cuenta con una visa para estudiar emitida por el gobierno español.
Carles Puigdemont, el presidente del gobierno catalán, se ha expresado a favor de dar el derecho a la nacionalidad catalana a los migrantes que viven en la región; sin embargo, las condiciones finales para ello tendrían que ser establecidas en la nueva Constitución. Es decir: por el momento no hay nada escrito.
—Cuando nosotros vinimos aquí dejamos todo atrás. Yo ya había vivido en Barcelona antes, en el año 2000; pero esta segunda vez, en 2015, vinimos con cinco maletas y nos deshicimos de todo, listos para empezar una nueva vida. Y ha sido más fácil de lo que esperábamos. Dos años después hablo catalán y me siento cómoda, pero así me sentí desde la segunda semana; me di cuenta de que este es el lugar en el que quiero que crezcan mis hijos. Y yo creo que hoy ellos ya son catalanes también.
El martes 3 de octubre, en medio de la algarabía revuelta de las calles a causa del paro general convocado por organizaciones independentistas, caminaba Liliana Aragón, inmigrante mexicana de 41 años, un marido, tres hijos, dos maestrías y un doctorado en marcha.
Liliana habla catalán y le gusta Barcelona: llegó y se sintió en casa. Descubrió que este es el sitio en el que quiere que crezcan sus hijos. Hace unos días fue a recoger a una de las niñas a la casa de una amiga; a las diez de la noche, las dos venían caminando por la calle. Liliana está consciente de que hay muy pocas ciudades en el mundo en las que una mujer y una niña pueden hacer eso con tranquilidad, y sabe que si volviera a Chihuahua, de donde es originaria, no podría hacerlo.
Ella no puede votar, pero si hubiera tenido la oportunidad, no sabe qué habría hecho, dice. Por una parte, tanto el gobierno español como el grupo político que encabeza el independentismo catalán han sido objeto de acusaciones de corrupción y manejos políticos en los años recientes; todo este asunto de la independencia ha servido como distractor. Por otro, aunque en semanas pasadas el Parlamento Catalán publicó una Ley de Transición que establece el marco legal en el que operaría el nuevo país mientras se crea una Constitución, hay aspectos que no quedan del todo claros, incluido lo que ocurriría con migrantes como Liliana, que cuenta con una visa para estudiar emitida por el gobierno español.
Carles Puigdemont, el presidente del gobierno catalán, se ha expresado a favor de dar el derecho a la nacionalidad catalana a los migrantes que viven en la región; sin embargo, las condiciones finales para ello tendrían que ser establecidas en la nueva Constitución. Es decir: por el momento no hay nada escrito.
—Cuando nosotros vinimos aquí dejamos todo atrás. Yo ya había vivido en Barcelona antes, en el año 2000; pero esta segunda vez, en 2015, vinimos con cinco maletas y nos deshicimos de todo, listos para empezar una nueva vida. Y ha sido más fácil de lo que esperábamos. Dos años después hablo catalán y me siento cómoda, pero así me sentí desde la segunda semana; me di cuenta de que este es el lugar en el que quiero que crezcan mis hijos. Y yo creo que hoy ellos ya son catalanes también.
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