sábado, 25 de noviembre de 2017

Juan Carlos Méndez Guédez, resguardado en el edificio de la memoria



Publica "El Nacional":

María Laura Padrón entrevista a escritores venezolanos residenciados en España sobre la experiencia de ser escritores fuera de su país. Las conversaciones también tienen en común, como punto de partida, el primer libro publicado del autor, y de allí, el resto de su obra. La serie se inicia con Juan Carlos Méndez Guédez

La necesidad de contar cosas, la misma que lo mueve hoy, llevó a Juan Carlos Méndez Guédez a escribir. Historias del edificio (1994), su primera obra, es un libro de quiebre que recoge la perplejidad de alguien que, asomado, está tratando de tomar partido sin saber muy bien lo que sucede. Hoy, reconocida figura de la literatura venezolana, recuerda su proceso de gestación, que es lo mismo que hablar de inocencia, de expectativa. El delirio de un joven autor que creía que desde él la literatura se partiría en dos.

Casi casi se pierde de vista entre los transeúntes que a paso apresurado intentan salir ilesos del bululú que cruza y arropa el bulevar de Sabana Grande. Camina derechito, sin mucho voltear, al ritmo que va marcando la marea de gente alrededor. Su larga cabellera, sujetada por una cola, lo descubre. Lleva unos libros en la mano. Son ejemplares de Veinte merengues de amor y una bachata desesperada (2016), una de sus obras más recientes que hace meses lo trajo de nuevo desde España a Venezuela, su primera casa. Aunque parece demasiado concentrado en el trayecto, responde al siseo seguido de su nombre: Juan Carlos. Voltea, se detiene, y tras sentarse en la mesa a las afueras de una vieja panadería, acepta el ejercicio de retrospección que se le propone, revelando, en el camino, que las certezas que se forjan desde niño, te acompañan para toda la vida. Otras, simplemente van mutando.

Una de aquellas convicciones que todavía conserva, es el regalo inesperado que la curiosidad le ofreció en una tarde de aburrimiento. Un montón de libros apilados encima de un armario, que alcanzó subiéndose en una escalera. Al hallarlos, les escribió su nombre y los hizo suyos. Clásicos venezolanos y universales: Miguel de Cervantes, José Rafael Pocaterra, Antonio Arráiz, que lo sumergieron en emociones desencadenadas en la idea arraigada, indeleble, de ser escritor o de escribir. Con apenas nueve años se empeñaba en mejorar las historias de la televisión y le contaba cuentos a su madre en los que entremezclaba la vida de personajes como Guaicaipuro y Simón Bolívar.

“Eres una de las pocas personas que hoy día es lo que soñó cuando era adolescente”, le dijo alguien una vez. Y es verdad. A los 12 años, esa edad en la que es común plantearse “ser algo”, abrieron en el liceo un concurso de cuentos en el que resultó ganador. “Recibí el premio y eso se conviritó en una especie de fortalecimiento del yo que me significó un cierto respeto. Ser escritor era una posibilidad porque no veía muy claro ser algo más. Me gustaba el béisbol, cantar y hasta fantaseaba con ser médico pero no conseguía encajar del todo, por descarte dije: ‘Yo creo que puedo serlo’”.

El primer sueño, el primer delirio

Todo deseo requiere de una ratificación, o en otras palabras, hacerse realidad. Juan Carlos Méndez Guédez, insistente, escribía y buscaba la forma de ser leído. Desde los 17 años quería publicar unos poemas, enviaba cuentos al concurso de El Nacional y hasta llamaba a imprentas para averiguar si él mismo podía encargarse de hacer su propio libro. “Necesitaba esa confirmación. Me parecía emocionante y bella la idea de que un objeto hecho por mí fuese igual a esos libros que había en mi casa y que yo amaba tanto”.

El primer intento con una editorial fue el libro de cuentos Texto infante para Pedro, presentado ante la editorial Monte Ávila, pero fue rechazado. “Hace poco encontré el manuscrito en Caracas y lo abrí con la esperanza de que el tiempo me diera la razón de que esas personas estaban equivocadas y habían cometido un error profundo con la historia de la literatura. Más bien me llené de gratitud hacia ellas, porque el libro era el de un muchacho de 23 o 24 años, correctamente escrito pero muy inocente”.

Luego empezó a escribir Historias del edificio (1994). Hoy, reconstruir el proceso de su creación resulta transitar por laberintos y recovecos que desnudan un etapa ansiosa y febril que duró unos dos años: una parte en máquina y la otra en computadora. Mostrando todo lo que había aprendido leyendo, combinando estilos y maneras posibles, influenciado por José Balza y Raymond Carver. Al terminar de armarlo, Méndez Guédez sintió que no tenía nada más que contar y lo inscribió en el Premio del Instituto de Cooperación Iberoamericana en 1992, ganando el segundo lugar, pero no se publicó. Trabajaba en Monte Ávila, y era el encargado de recibir los manuscritos, así que era impensable volver a enviar sus cuentos allí. Entonces, aprovechó el auge de las llamadas “editoriales alternativas”, se juntó con unos amigos y crearon Guaraira Repano, publicando así su primera obra.

“Eran proyectos anecdóticos que servían para que te soltaras un poco. Hice una presentación en Barquisimeto con unos amigos, era algo doméstico, pero bonito. El libro tuvo sus críticas, se escribieron cosas buenas –entre ellos el escritor Julio Miranda, a quien se lo dediqué, y en su crítica acotó tanto lo que gustó como lo que no, y eso me pareció muy profesional de su parte–, y se distribuyó porque las editoriales alternativas tenían otras salidas. El libro sí consiguió un espacio”.

―¿Quiénes lo ayudaron?

“Para ese libro fue fundamental Rubi Guerra que se ocupó de producirlo, buscó la imprenta y el diseño de portada. Yo fui con él a la imprenta, consiguió a la persona que diseñó la portada y realmente fue el editor, lo revisó e hizo algunos comentarios. En fin, a él lo recuerdo con muchísimo cariño. Héctor Bujanda, el periodista, estuvo muy cercano y se ocupó de la divulgación. Ricardo Azuaje también ayudó muchísimo con todo lo que tenía que ver con medios. Slavko Zupcic con la presentación en Valencia”.

―¿Cómo reaccionó al verlo publicado?

“Recuerdo que me emborraché y me conmoví mucho, recordando lo bueno y lo malo que me habían llevado hasta ese momento. Porque fue la confirmación, como un rito de paso, la ratificación de lo que has sospechado durante años. Dormía con el libro, me despertaba en la madrugada para olerlo y lo releía. Para mí era haber vencido una gran dificultad, haber escalado una gran montaña, luego te das cuenta de que no es para tanto. Por suerte de lo poco que he releído no me avergüenzo tanto, quizás ocurrió el proceso de la mejor manera”.

Los acontecimientos detrás de Historias del edificio están marcados por El Caracazo, estallido social que sacudió al país durante el mandato de Carlos Andrés Pérez. Relata que en El Valle, donde vivió luego de mudarse de Barquisimeto, su ciudad natal, el 27 de febrero de 1989 fue muy feroz, y los siguientes fueron días infernales en los que terminaron sin luz, durmiendo en el suelo porque disparaban al edificio y destrozaron negocios: los soldados por un lado, los saqueadores por otro.

“Yo vi matar gente y vi a mis vecinos transformados en fieras para poder saquear. Vi a la Fuerza Armada disparar, nada que hoy día me sorprenda pero aquella vez sí. En ese momento sentí que debíamos formar parte de esa posibilidad de una Venezuela diferente sin las terribles injusticias sociales que hoy son miseria. Los estudiantes fuimos absolutamente irresponsables y simpatizamos con los golpes de estado sin saber que no hay nada más diferente a un estudiante que un militar. Especialmente cuando nosotros gritábamos: ‘¡Fuera la bota militar, fuera la bota militar!’”.

“En estas últimas semanas evitas el paso por esa calle. Una turbia inquietud vibra sobre tu ropa cada vez que atraviesas esa parte de la ciudad”, fragmento de 3-a, uno de los 18 relatos cortos y vinculados que componen el libro, en el que el narrador se pasea (y es testigo) por nueve pisos de un edificio de El Valle, en Caracas, que en realidad no existió, porque sino hubiese sido un superbloque, un verdadero universo para una novela. Lo que sí es innegable es que Historias del edificio nació de un espíritu consternado, horrorizado, que halló en las palabras una forma de respuesta.

Las certezas de los 20 años

Tras dos décadas de trayectoria literaria, la aspiración de Méndez Guédez es a escribir mejor dentro de lo que es capaz, asumiendo que el error y el fracaso están allí, pero que son la excusa para un siguiente libro. Cuando conoces tus limitaciones, las conviertes en herramientas expresivas, recalca. “No se me da bien una narrativa ensayística, entonces voy a escribir libros que la excluyan y hacer de esa carencia su poética. No se me da bien el humor, pues voy a hacer los libros más serios del mundo”.

Esa madurez es posible adoptarla solo con el paso del tiempo. Al principio, escribía de todo: teatro, reseñas, cuentos, intentos de novelas. “Eso es parte de la omnipotencia del adolescente. Lo que sucedió es que con los años fui quitando cosas”. A los 22, hacía ensayos y cuentos y ya no más poesía. Entre los 26 y 27, se dio cuenta de que el ensayo era un género maravilloso para el que ya no se sentía competente, así que incorporó la novela. “En ese despojamiento me estaba quedando solamente el narrar. El chico de 20 años quiere probarlo todo, exhibirlo todo, mostrar todo lo que ha leído”.

―Alguna vez dijo que no tocaría sus primeros cuentos, pero en dos oportunidades le ha tocado reeditar Historias del edificio. ¿Se derrumban las certezas que se tienen a los 20?

“En efecto, a los veintitantos años tienes todo muy claro, crees que lo conoces todo y que las únicas respuestas correctas a la creación literaria son las tuyas. Probablemente sea necesaria esa insolencia para atreverte a escribir, pero es muy particular. Estás en una suerte de burbuja de absoluta seguridad, y eso se disipa luego con muchísima rapidez. Cuando me ha tocado reeditar fragmentos de ese primer libro, yo tenía la teoría de que uno no debía retocar esas historias, que debía respetar a la persona que lo escribió. Pero estás mirando el ordenador y dices: ‘Esta coma la quito, este adjetivo lo quito’. Hasta que te das cuenta de que no eres capaz de asumir con absoluta frialdad y distanciamiento lo que hizo ese muchacho, y lo estás ayudando un poco tratando de matizar lo que en él era un absoluta seguridad, llenado de dudas un texto que en principio no las contenía”.

―Esas dudas, ¿cómo se van resolviendo ahora?

“Yo no sé si se van resolviendo, simplemente te vas percatando de que el espacio literario es un espacio mucho más abierto y lleno de muchos matices donde el error forma parte de la creación literaria, que hay muchas maneras de resolver una misma historia, que otros lo van a hacer mejor que tú, que el mundo de la literatura no se acaba en ti. Yo creo que el escritor de 20 años siente que la literatura se cierra en él, y en la madurez es cuando empieza a leer autores más jóvenes que son muy buenos y que han hecho un mejor libro del que pudiera hacer y se da cuenta que somos un eslabón en una cadena. Acepto el error y el fracaso como un motor literario, que creo que es algo que antes no se concibe. Quiero hundirme en el error porque disfruto, ¿no? y ese pensar que cada libro crea un nuevo malentendido que intentaré resolver con el siguiente”.

―Es decir, que el concepto de éxito o fracaso ha cambiado.

“Claro, por muchas razones. Descubres que la palabra éxito o fracaso depende de dónde te sitúes o qué pretendas. Probablemente porque cuando tienes 20 años o estás publicando tus primeros libros, el éxito tenga más que ver con un tema del reconocimiento. Y al pasar el tiempo lo que llamas éxito es sentir que has escrito el texto que exactamente deseabas escribir. Has viajado desde afuera hacia adentro. Sigue existiendo, pero en otros términos. El éxito es poder culminar ese libro, que diga exactamente lo que querías decir, y te vas a alegrar muchísimo si le va bien, si se vende, pero si no ocurre, no es tan trágico. Consiste en el viaje que va haciendo el escritor, que es cada vez más hacia adentro. Y asumes la literatura como un ejercicio muy intenso, pero no tan trascendental, en la medida en que lo vives con hondura, con disfrute, con goce. Pero ya sabes que no vas a cambiar al mundo. Crees más bien que cambiarás el mundo de un lector, y es bastante pensarlo”.

Ser escritor o escribir

Reescribir, reacomodar, verbos que se conjugaron en Méndez Guédez desde siempre. Las decisiones importantes de su vida estuvieron relacionadas al hecho de poder escribir con la mayor comodidad. Sus estudios de Letras en la Universidad Central de Venezuela, el doctorado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca, su posterior trabajo como gestor cultural. “Si me hubiesen dicho que era posible como boxeador o piloto de avión, también lo hubiese pensado”, asegura.

Años después de la publicación de Historias del edificio –además de una novela y dos ensayos– vivió una experiencia diferente en España, donde reside actualmente, cuando la editorial Lengua de Trapo publicó El libro de Esther (1999). Impresionado por un nivel más profesional, sentado frente a un editor en una oficina, asistiendo a ruedas de prensa, contrastó con los inicios en su país. Sin embargo, no dejaron de ser entrañables. “La necesidad de recomponer el mundo con palabras, producir las emociones que te producen los libros que he leído, escribir los que no he leído”, continuó siendo su motor.

Si bien la idea romántica de “ser escritor” lo cautivó en algún momento, está convencido de que una cosa es serlo y otra es escribir. “Hoy en día me interesa más la idea de escribir y que me lean. No me interesa tanto todo lo que significa ser escritor. No sé si hay que llenar una cierta cantidad de pautas culturales y sociales para escenificarlo, tener que ir a ciertos sitios, comportarme de cierta manera, o hablar de cierta forma. Creo que eso me aburriría”.

―Hoy es considerado un referente de la literatura venezolana contemporánea, entonces sí ha calzado en aquello de “ser escritor”.

“Pero también está la exclusión: de repente alguien hace un antología y no te coloca. Si hacen una antología de escritores barquisimetanos nacidos en el 67 y no te sacan, no importa, yo no dejaré de ser quien soy ni hacer lo que hago. Parece que al escritor le debe gustar cierto tipo de música, tener cierto tipo de opiniones; hay un cierto estereotipo del escritor latinoamericano en Europa, se supone que es una persona de izquierda que le gusta el Ché Guevara. Yo no soy de izquierda y me parece el Ché Guevara un ser miserable. Si no encajas, eso te pasa factura. En cambio, yo tengo solo mis libros. Hoy me parece importante no tratar de encajar en la imagen que se espera de ti, sino escribir”.

―¿Vivir de la literatura nunca supuso pasearse por un terreno inestable?

“Tenía la certeza, desde la voz de jovencito, de que iba ganar mucho dinero con mis libros porque mi generación creció con la imagen del boom, de escritores que hacían literatura de altísimo nivel y podían vivir de sus libros o del prestigio que le daban. Es que vas a la Universidad Central a ver a Vargas Llosa, quien llega lleno de glamour con una estupenda corbata y sabes que solo se dedica a eso. Entonces dices: ‘¿Por qué yo no?’, y uno creció pensando que podía tener varias casas y varias piscinas, pero la vida te coloca en tu sitio. Hoy gracias a lo que gano con mis libros, pago mi desayuno y puedo estar contento con eso”.

―Debe alternar la escritura con otros oficios...

“Trabajé (y trabajo) como gestor cultural y en el mundo editorial. Nunca he vivido solo de escribir, aunque lo intenté un año de mi vida. Había leído que en España algunos vivían solo de ganar concursos literarios y decidí hacer eso. Me presenté como a diez o doce, supongo que calculé que ganaba los doce y con eso me alcanzaría para el año. En uno quedé de finalista, y de ahí en adelante nada más. Me di cuenta de que esa estrategia no era factible. Pero como te digo, algo ganas, así sea para pagar el desayuno. Todavía tengo el sueño de lograr pagar el aperitivo”.

Un edificio donde resguardarse

La tarde transcurre rápido, es lo habitual. El remolino de personas que se apodera del bulevar no cesa. El viaje a la memoria en ocasiones es interrumpido por señoras que ofrecen bisutería artesanal o niños entregando papelitos pidiendo ayuda. “Cuando estoy en Venezuela estoy muy feliz pero tengo la impresión de estar dentro de una película. Eso me salva un poco porque miro todo como que si estoy y no estoy –comenta Méndez Guédez–. Y hasta lo miro con una necia curiosidad”, continúa. “Es como si estuviera dentro de una película muy cercana que me importa mucho”.

Añade que cuando está en España, constantemente Venezuela regresa en forma de una fuerza que no es capaz de ignorar al sentarse a escribir una nueva historia. Abre uno de los ejemplares de Veinte merengues… y lo señala, como para reafirmar lo que dice: “Esto es una fiesta en Caracas, esto es lo que me dispara la imaginación. Es que yo creo que donde estuvo la infancia y la adolescencia queda una gravitación, una energía que no deja de acompañarte nunca”. Y recuerda cómo la imagen –real o no– de un muchacho viviendo bajo una mancha de cemento en el edificio donde creció en El Valle todavía palpita en su interior.

―¿Siguen vigentes los relatos de Historias del edificio?

“Bueno, hay violencia, de hecho esos relatos son el nacimiento de la violencia que hoy en día ha llegado a su máxima potencia. A partir del 89 el espacio público venezolano fue tomado por los militares y las turbas. Eso me asustó mucho y eso es lo que gobierna hoy, se convirtió en poder. Yo creo que tiene la vigencia de que ahí estaba naciendo el país monstruoso. Como escritor una foto de lo que su afectividad su razón le dicta. Siento que debo seguir hablando de las cosas que me duelen y que importan. Probablemente sean las mismas que me importaban en aquella época”.

―¿Y en qué edificio se resguarda hoy?

“Yo creo que hay como una continuidad. Porque pienso en edifico y pienso en casa y pienso en biblioteca, que estoy girando alrededor de paredes llenas de libros. Vivo en una ciudad menos violenta pero cuando estoy en Caracas regreso al edificio donde escribí estas historias y está la misma biblioteca tal como la dejé. Es una sensación muy interesante de desdoblamiento porque veo lo que leía ese muchacho –algunos no los recuerdo y ni se por qué me interesaban– y ese muchacho leía de todo. En ese edificio yo fui niño y adolescente y cuando vuelvo es como si me cruzara con ellos. A veces encuentro hasta tickets de metro o notas. El edificio sigue siendo los libros que te están rodeando”.
 
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