Publica "El País":
El vestido –un jolgorio azul y malva de tul, pedrería y satén– ocupa
todo el suelo disponible en la pequeña habitación. Metros de tela
tornasolada se pliegan entre la cama poblada de peluches y la mesa donde
se amontona el maquillaje. Alejandra Zapata está en esa frágil edad en
la que los ositos conviven con el rímel. Hoy es su fiesta de quince años,
el rito de paso de niña a mujer fundamental en la cultura popular
latina. Se celebra a golpe de lentejuela y purpurina desde México hasta
Argentina, de Bolivia a Ecuador. Pero Aleja vive en Getafe, una ciudad
del cinturón industrial de Madrid.
Sus padres (ella en paro, él
encargado de un pub) llegaron de Colombia hace 18 años. La quinceañera
nació en España, aunque habla con el deje paisa de quien acaba de
aterrizar. Celebrar sus quince como en la tierra que solo ha conocido de
visita es “un sueño”, dice, colocándose la tiara. Hay que irse, acaba
de llegar la limusina blanca. En una nave de un polígono cercano –las
paredes recién pintadas de fucsia– esperan un centenar de invitados.
Muchos españoles oyeron hablar por primera vez de las fiestas latinas de quinceañera el pasado noviembre cuando al cumpleaños de Rubí,
una adolescente de San Luis Potosí (México), acudieron 30.000 personas
tras hacerse viral un vídeo del padre invitando a todo el que lo viese.
Sin embargo, cada fin de semana, en el extrarradio de ciudades de toda
España, las comunidades latinas también las celebran, aunque casi nadie
fuera de ellas lo sepa. Tanto es así que en los últimos años han surgido
empresas que se dedican exclusivamente a montar fiestas de quince para
inmigrantes con toda la pompa de una boda, cientos de invitados y
presupuestos de miles de euros.
La nave donde aparca la desubicada limusina de los Zapata está
rodeada de desguaces. Un almacén de azulejos, una fábrica de tacómetros.
Calles mal asfaltadas y completa oscuridad. Tras una anodina puerta de
hojalata corrugada, un montón de trastos y dos chicas congeladas que
fuman vestidas de gala. Otra puerta metálica y detrás, un mundo paralelo
de luz, color y sacarosa con un punto desangelado. Un trono envuelto en
tul, flores de plástico, dos tartas (una gigante de mentira, otra
deliciosa, de verdad), globos, la maqueta de un castillo, palomitas de
maíz. En una esquina, la señora Luz, ecuatoriana, tiene un carrito de
bebé lleno de dulces latinos –chupeticos, Frunas, caramelos de leche miel–, en la otra, el dj pincha bachata, cumbia, reggaetón.
Del centenar de invitados (mitad adolescentes, mitad adultos), solo
media docena son españoles.
Como Luis, tío de la niña, que va en
vaqueros. “Es todo un poco excesivo, pero hay que respetar”, dice. La
fiesta tiene sus hitos: el vals, los discursos... La madre pinta los
labios de la niña de rojo, el padre le quita las chanclas para calzarle
unas sandalias de tacón plateadas. Sin embargo, lo importante de la
fiesta no parece tanto el arcaico rito de iniciación (padres y
adolescentes afirman que con 15 las niñas siguen siendo niñas), ni los
roles de género tan marcados. Lo que aquí se celebra es el apego a la
comunidad.
En el centro de la nave hay un arco decorado con flores. “Todo rito
de paso tiene un umbral”, explica Luisa Sánchez Rivas, sociolingüista
especializada en “liminalidad”. El “palabro” (sobre el que se celebran
hasta congresos) define la fase intermedia del rito de paso: la
transición de un estado a otro. Viene del latín “limen”, umbral, y es el
concepto de moda para describir la identidad en tránsito de las
culturas híbridas nacidas de los movimientos migratorios. Porque en esta
fiesta hay dos umbrales. Por un lado, está el arco de flores, que la
niña atraviesa para convertirse simbólicamente en mujer; pero por otro
está el umbral abstracto de la identidad cultural en el que viven los
inmigrantes de segunda generación. "Son españoles y no lo son", explica
la sociolingüista, "identitariamente habitan un lugar intermedio entre
el país de origen de sus padres y el país de destino donde ellos se han
criado”.
Para el intruso, lo más chocante no es lo que pasa, sino que esté
pasando aquí, a espaldas de la ciudad. Esta alegría, este exceso, esta
autenticidad, cada fin de semana, a un cuarto de hora de la Gran Vía. En
la oscuridad del polígono se conjuran Medellín, La Paz, San Luis
Potosí, para crías que han nacido en Getafe, en Usera, en Vallecas pero
hablan, bailan y se sienten tanto de allí como de acá.
Los amigos de Aleja hoy son damas y caballeros de su corte de honor.
Ellas, uniformadas de blanco con vestidos cortos y largas melenas.
Ellos, de negro, con corbatas rosas y tupés perfectos coronando sus
“degradados”, un peinado cuidadosamente afeitado de menos, en la nuca, a
más, en la coronilla (“un look chulo, bien bacano”,
aseguran).
Todos son hijos de inmigrantes y muchos, como Aleja,
conservan el habla de donde no nacieron. Juliana, 25 años, hermana mayor
de la quinceañera, llegó a España de adolescente y sin embargo no tiene
la mitad de acento. "Yo enseguida me junté con españoles", dice, "ellas
tienen un círculo muy cerrado, ¡hasta se visten como en Colombia!".
"Antes la prioridad era integrarse, pero entre los chicanos de EE UU,
los magrebís franceses y demás culturas híbridas ahora la tendencia es a
integrarse en lo laboral y en lo educativo, pero a cerrarse en lo
social y lo familiar", explica la sociolingüista. “Es normal que los
españoles no seamos partícipes de estas fiestas", continúa, "porque para
los inmigrantes es la manera de preservarlas, de proteger su
identidad”.
En un callejón de Vallecas, en el obrero sur madrileño, la dueña de Eventos Principesa,
Rose Ballesta, coincide a su manera con la sociolingüista: “Los quince
son una fiesta más importante para los padres que para las niñas,
algunas pasan, pero ellos no quieren que olviden de dónde
vienen”. Desde su tienda, que parece el camerino soñado por Barbie, esta
mallorquina de 28 años organiza dos o tres quinceañeras a la semana.
Abrió hace cuatro años y no para. Se ha mudado a un local más grande y
está acondicionando un salón de eventos, la única pata del negocio que
le falta. Ha montado fiestas en Valencia, Bilbao, Salamanca o Canarias.
Lo que más vende, el "pack todo incluido”, arranca en 1.850 euros, con
alquiler de vestido, limusina, decoración (del evento y de la niña, con
maquillaje y peluquería) y el trabajo de una decena de personas entre
costureras, dj, fotógrafo, maestro de ceremonias, coreógrafo.
A partir
de ahí, los extras que uno quiera: mariachis, vestidos para la corte de
honor, catering… Hace unos meses una niña llegó a su fiesta en
helicóptero. “De media las familias se gastan entre 3.000 y 4.000
euros”, explica Rose, que se define como una “wedding planner low cost”.
“La mayoría de mis clientes son de clase humilde, vamos, que tienen que
ahorrar para poder darle a la niña la fiesta más pomposa que se puedan
permitir”, dice. En cuanto a nacionalidades, de todo. Dominicanos,
bolivianos, peruanos, ecuatorianos, incluso una chica española. "A
alguna le hace gracia el rollo princesa, pero no es lo mismo, no se lo
toman tan en serio".
Horas antes de la limusina y la bulla, la familia Zapata ha
celebrado una misa con un joven cura colombiano. Bernardo y Dadiana,
padres de Aleja, rezuman orgullo en la iglesia: “Es muy buena niña, muy
tranquila, honesta y estudiosa, nada grosera, las niñas españolas son
más liberales, fuman más, salen... acá la juventud está muy revolcosa,
hay mucho vicio, pero ella va bien encarrilada”. Tras el sermón –sobre
los peligros del alcohol, la droga, los novios y la secularización de la
vida en España, "no todo es pasarla chévere", dice–, Aleja
posa para el fotógrafo del evento con su vaporoso vestido pre-fiesta (en
total se cambiará tres veces). A la misa normal que sigue (con cura
español mayor) van llegando abuelos getafeños. Sin terminar de entender,
miran curiosos a esa adolescente feliz que posturea con tacones y
brazos en jarras ante el altar. Muy mayor para hacer la comunión, muy
joven para ser una novia.
http://politica.elpais.com/politica/2017/02/07/actualidad/1486485272_700545.html
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