Publica "El Mundo":
Eran las cuatro de la mañana de un día de septiembre. El mar Caribe, calmado. Nada auguraba la masacre en el silencio de la noche,
que creyeron sería una más, rutinaria, tediosa, húmeda, bañada de
estrellas. Rota tan sólo por escuetos gritos que transmiten órdenes o el
ruido del generador que alimenta los cuatro luceros que permiten ver
apenas lo suficiente para trabajar. Los seis tripulantes del Don Justo,
un peñero artesanal de cuatro metros de eslora fondeado a pocas millas
de la costa de la península de Araya, en la costa caribe del estado de
Sucre, al oriente de Venezuela, terminaban de jalar el nailon, preparar
la cabuya que marca su fondeadero y levantar el mandinga, la cuchara
donde los peces se ahogan a saltos antes de ser izados al bote. Estaban
casi listos para regresar a tierra con 200 kilos de sardina, lamparosa, pargo, cabaña y bagre que venderían en la boca de río de Cumaná, la capital del estado, a media hora de navegación.
De la oscuridad y el silencio -de la nada- llegó otra lancha. Seis encapuchados a bordo.
Armados con fusiles y revólveres. Al verlos, un carajito de 12 años
-siempre hay uno a bordo- y uno de los pescadores lograron esconderse
bajo la paneta, a proa. El patrón, Edesio Rodríguez, de 42 años, que
lleva pescando desde los ocho; su hijo de 21, Luis Miguel Rodríguez
Marval, y dos de sus sobrinos, Junior Vera, de 23, y Daniel Jesús Reyes
Marval, de 24, estaban vendidos. No tuvieron opción. Los ataron de pies y manos a los tablones del bote. Les golpearon con las culatas. Los rociaron con gasolina. Amenazaron con prenderles fuego. Se lo llevaron todo. Los dos motores, la pesca, las redes, el generador eléctrico. Todo.
Hasta aquí un robo.
Pero
antes de irse, los piratas del mar, o robamotores, de los que hablan
hoy todos los pescadores y habitantes del oriente de Venezuela, le metieron siete tiros en la cabeza a Daniel y cuatro a Junior y a Luis.
A Edesio, empapado en el líquido en el que se freiría, llegaron a
mostrarle el chisquero encendido, a amenazarle con lanzárselo encima.
Pero no lo hicieron. Le dejaron vivir. Semanas después de aquello,
cuando lo recuerda, aún es un hombre al que le cuesta articular palabra y
que dice que no ha vuelto a salir al mar: «Dispararon sin ningún
criterio, nadie se opuso, no dijeron nada. Y el que disparó se quitó la
capucha para que le viera la cara».
Una hora después de los
crímenes, otros pescadores les encontraron y los remolcaron hasta
Caracolillo, en la península de Araya, de donde históricamente se
extrajo sal para toda Venezuela, una industria de la que hoy sólo quedan
desvencijadas ruinas carcomidas por la erosión y mucho desempleo. Un
lugar de arena, calor irrespirable, casas de bloque, techos de lámina,
sin agua y con poca luz. Un lugar en el que desde entonces reina el
miedo a quien les atacó. Un pirata que no vive en una isla lejana, sino a un par de kilómetros de sus casas.
Denunciado con nombre y apellidos por los familiares de los muertos, pertenecientes al Clan Marval, el supuesto asesino es Alexander Vásquez, alias El Beta, de la banda de Los Trakis. La Guardia Nacional Bolivariana no logra detenerlo. Quizá tampoco quiera.
En
la historia de estos pescadores de Caracolillo y su complejidad, llena
de omisiones, medias verdades y mentiras, se reflejan la Venezuela de hoy, la debilidad de sus instituciones, la violencia y la corrupción.
Quienes se sienten abandonados por todos se incorporan a un modelo,
paradigma local, regional, continental: el del control por parte de
pandillas, de la criminalidad organizada y tolerada, de territorios
abandonados por estados que, desde su misma entrada en la modernidad,
siguen peleando con mayor pena que gloria por consolidarse, sea cual sea
el discurso que en cada ocasión se elige para fracasar.
La
desembocadura del río Manzanares, en la ciudad de Cumaná, vierte aguas
marrones, arenosas, a la lengua de mar Caribe que separa la ciudad de la
península de Araya y es testigo de cómo lanza sus redes un enjambre de
pescadores que avanzan a remo. Salen de madrugada y regresan cuando el sol comienza a picar demasiado.
Colocan el jurel en la boca de río, una galería de puestos que emergen
semivacíos -hasta el hielo se les hace caro ahora- al ritmo de Juan
Gabriel
(Para leer la noticia completa pincha en el enlace de abajo)
Os ponemos el enlace a la noticia completa:
http://www.elmundo.es/papel/historias/2017/01/22/5880efa0468aebb6798b4678.html
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